¿Pueden los androides soñar con ovejas mecánicas?
Philip K. Dick (1968): "Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los arácnidos."
Esta frase me hizo pensar en el aula, en la enseñanza, en la forma en que nos comunicamos.
Hoy en día tenemos muchas herramientas que nos permiten hablar con personas sin compartir un idioma: usamos el inglés como lengua vehicular o nos apoyamos en aplicaciones capaces de traducir conversaciones en tiempo real. Eso nos lleva inevitablemente a hacernos preguntas: ¿llegará a desaparecer el aprendizaje de idiomas?, ¿podrá la tecnología acabar con esta forma de educación?
No parece algo inmediato. Aunque la inteligencia artificial esté en pleno auge, hay lugares a los que aún no puede llegar—y, sinceramente, quizá nunca debería hacerlo.
Porque aunque la IA pueda reproducir patrones de lenguaje, traducir con precisión o mantener una conversación funcional, aún no puede imitar lo verdaderamente humano: la empatía, la emoción, la capacidad de soñar. Puede saber lo que son, incluso cómo se expresan... pero no puede sentirlo.
En el aula, la presencia del profesor no se limita a transmitir información, como ya hemos hablado en las otras dos entradas anteriores. Y eso —el alma de la enseñanza— no puede programarse.
La tecnología puede facilitarnos muchas tareas, pero hay otros espacios donde todavía no puede entrar del todo. La lengua no es solo un sistema de signos: es cuerpo, es ritmo, es emoción, es contexto. Un traductor automático puede traducir una frase, si, pero no puede captar la ironía, el doble sentido, ni los matices culturales que hacen que una palabra tenga peso o humor.
La IA puede decirnos cómo se pronuncia una palabra, pero no puede corregir la vergüenza del que habla por primera vez una lengua que no es la suya, ni puede acompañar con paciencia los titubeos o los errores que forman parte del aprendizaje. No puede reírse con nosotros cuando un malentendido provoca una escena graciosa, ni puede explicarnos por qué un mismo gesto puede ser cortés en un país y ofensivo en otro.
No puede detectar cuándo es mejor cambiar de tema, parar la clase y volver a empezar desde otro enfoque. No puede improvisar una broma para aliviar la tensión. No hay algoritmo que explique lo que pasa cuando unos estudiantes cantan una canción en la lengua que están aprendiendo y, por un momento, deja de estudiar para vivir el idioma.
Tampoco puede improvisar una actividad para despertar la atención de una clase que está distraída, ni adaptar su tono cuando nota que ha sido demasiado severa. Y, por supuesto, no puede crear vínculos reales, de esos que motivan a un alumno a seguir adelante solo porque alguien creyó en él.
Además, hay lugares físicos donde la tecnología tampoco llega:
* Escuelas rurales sin recursos.
* Aulas improvisadas en campos de refugiados.
* Clases de alfabetización donde lo primero que se enseña no es a encender un ordenador, sino a leer su propio nombre.
En todos estos espacios, la educación sigue siendo humana, manual, directa. Y aunque la tecnología puede apoyar o enriquecer, no puede sustituir la experiencia de estar ahí, presente, acompañando.
Porque la lengua es cultura. Es identidad. Es historia. Es amor. Y todo eso no es un cómputo de unos y ceros. Es algo que se vive. Que se siente. Que se huele. Que se aborrece.
Cuando empecé a estudiar polaco en la carrera, uno de mis profesores me preguntó: "¿Por qué estudias esto?, ¿tu pareja es polaca?, ¿tu familia viene de Polonia?". Y yo me quedé un momento en blanco. Mi respuesta era "no" a ambas. Simplemente quería aprender polaco porque... ¿Por qué?, en ese momento no supone responder.
Pero hace poco un amigo me dijo "alguien solo aprende por una de estas dos razones: por amor, o por odio", y ahí tuve mi respuesta: no estudié polaco por amor, lo hice por odio. Por desgaste. Por el cansancio de siempre estar con los mismos idiomas.
Y ahí lo entendí todo. Esas dos fuerzas —las que comúnmente se dice que mueven el mundo— son algo que nunca se podrá imitar.
A no ser que acabáramos viviendo en el futuro que expone Detroit: Become Human, donde los androides empiezan a generar emociones y, con ellas, un pensamiento propio y crítico, por muy elaborado que se vuelva internet, nunca podrá llegar a compararse con nosotros. Porque al final, la Inteligencia Artificial ha sido creado por personas, por inteligencia humana. Que sepan más que tu no quiere decir que sean mejores: simplemente no todos necesitamos el mismo tipo de conocimiento.
Porque, ¿qué pasaría el día que entremos a un aula y todo sea robótico?, ¿qué se perdería?.
Justamente eso: lo único que hace que sigamos queriendo aprender.
Quizá los androides sí sueñen con ovejas eléctricas, pero nosotros seguimos soñando con personas. Y ese sueño —el de seguir aprendiendo los unos de los otros— sigue siendo lo más humano que tenemos.
P.D. Os dejo el link a un diálogo entre dos profesores sobre la IA: Teacher to Teacher: is AI reshaping education for the better?
Bibliografía:
Dick, P. K (1968, p.22). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?.
Dewaele, J. M (2010). Emotions in Multiple Languages. Palgrave Macmillan.
Unesco (2025). https://www.youtube.com/watch?v=EEbGYRW7feM&ab_channel=UNESCO
Center for Humane Technology (2025). https://www.youtube.com/watch?v=YYtoxKoMW0o&ab_channel=CenterforHumaneTechnology



